viernes, 16 de septiembre de 2011

Vigilia bit

Los videojuegos más violentos y el ciberdrama
César Cortés Vega

I. Picadillo y el placer del texto
Cuando dijo por segunda vez que leer era deseable en tanto liberaba a los niños de los videojuegos que les hacían más violentos, junto a otros lugares comunes del estilo, me costó empatar la imagen, pues a la vez que mencionaba ideas que podrían haber salido de la boca de una puritana maestra de kínder de setenta y dos años, la chica tenía dos piercings en la boca y hablaba con esa displicencia hipnótica que indica que la falta de filiación emotiva con cualquier objeto o sujeto a no menos de un milímetro de la piel nos ha convertido en zombies súper cool. Y, para decorar un poco más la imagen, lo que decía, lo decía en un coloquio de literatura en el que yo compartía la mesa con ella, por lo cual si no lancé la primera piedra es porque me tembló un poco la mano; parecía demasiado desastrosa la polémica, relativamente fácil ganarla teniendo en cuenta que esas frases las he oído muchas veces y que todos llevábamos dentro de nuestros bolsillos teléfonos celulares con una librería entera de gadgets como para no tener ejemplos de verdad concretos para obviar las contradicciones. También porque me dio un poco de flojera. Por supuesto antes de que alguien más de la mesa dijéramos nada, un público nutrido de estudiantes se dedicó a hacerle saber su insatisfacción, cosa que me hizo confiar en un cierto despabilamiento de conciencia anti-canoníca en alumnos que son torturados sistemáticamente por sus maestros de latín. Para colmo de males, cuando la gente le cuestionó pidiéndole explicaciones más precisas al respecto, ella, con la misma impavidez robótica se limitó a decir: no sé. Bueno–pensé de inmediato– probablemente ha sido abducida y teledirigida hasta aquí por alguna organización de vigilancia de medios o algo parecido. Pero no dije nada.



            Sin embargo, más allá de las buenas intenciones para con nuestros semejantes, hoy es casi imposible evitar las imágenes de cuerpos decapitados o calcinados en los diarios de cualquier esquina de la ciudad, y a la vez no recordar descuartizamientos del estilo de videojuegos como Manhunt o Punisher –claro; si es que el amable observador ha atravesado alguna vez, aunque sea por curiosidad, sus laberintos–. El temor a lo nuevo de mi compañera tenía seguramente como base ese soporte; masacres en donde la única forma de frenar un horror que crece exponencialmente es dejando de pensar. De cualquier manera, siempre es bueno responderse en mejores términos que la mera socarronería. Así que la pregunta sigue en el aire; ¿por qué habríamos de disociar una montaña de cadáveres encontrados en una fosa y una orgía de sangre en ebullición y lascivia de cualquier juego de video, si representan más o menos la misma idea? Si la diferencia en el principio de realidad de cada una de estas imágenes nos hace alejarlas entre sí, dado que las unas son el registro de lo que ha ocurrido y las otras secuencias ordenadas de bits que en la combinación exacta de estrategias sirven para subir de nivel e incrementar el puntaje, creo que si atendemos al principio del placer de ambas podemos tener mayores problemas para clasificarles.



Lo más cercano que poseemos para imaginar lo que alguien siente al violentar de esa manera al otro, es nuestro propio principio del placer que, según Freud, implica una economía de fuerzas aplicadas a la pérdida de tensión. O, para decirlo en otros términos, es el camino más corto para sentirnos relajados, dado que lo contrario, la carencia de satisfacción, implica un gasto mayor de energía, es decir; más intranquilidad. Claro, cualquier padre de familia puede inquirir; pero ¿qué tipo de gente puede sentir placer con semejantes imágenes? Yo le contestaría que probablemente la respuesta esté en la recámara contigua a la suya, navegando en su lap junto a una foto en la que él mismo le observa con denodado cariño en el desarrollo de su primera comunión. Es por eso que para esa cosa limitante e inabarcable que llamamos civilización, el principio de placer y el principio de realidad son indisociables, pues el primero implica lo que hay que regularizar por medio del segundo; un camino largo que llamamos normatividad producida por lo social. Sin embargo muchas veces el camino corto, el principio del placer, gana la disputa.
Max Gluckman, antropólogo africano, al revisar a distintas tribus del sudoeste de su continente encontró lo que podrían ser actos de negociación entre los principios anteriores, y que él llamó rituales de rebelión. En ellos se representa el conflicto de tal manera que libera tensiones en el grupo que de otro modo se reproducirían en contra de todo y todos; alguien con la intención de satisfacer siempre su propio placer habría matado sin fin, amado los cadáveres y sido incapaz de deshacerse de sus restos sino engulléndolos, por ejemplo. El ritual de rebelión no es ni bueno ni malo; se trata de una contención parcial, una representación que muy bien puede salirse de control. Si lo pensamos con denuedo, podríamos trazar una línea entre estos rituales y actos de imaginación como la literatura. Y a pesar de ésta, del futbol o de los juegos de video, la cultura normalmente deja ver desbordamientos hacia la parte maldita, como la llamaría Bataille.
Cuando el diario Alarma! llegó al número mil de sus ediciones, publicó una emblemática portada; una especie de tzompantli que enfilaba muchos de los cráneos fotografiados a lo largo de una época, como una especie de trofeo mediático de la impunidad y el goce de lo siniestro que muy bien pudieran decorar armoniosamente los pasillos del Doom, o algunos de los armarios repletos de guiñapos vivos que el personaje de Silent Hill debe patear para salir de ahí. Mientras los retratos son la constatación de un vacío que indica que la pesadilla puede ser real, las representaciones animadas del juego de video son alegorías que poetizan la pesadilla.



Y justo sobre este último juego mencionado; Silent Hill, el grupo español Los Punsetes ha realizado una hermosísima canción –Hospital de Alchemilla– que dice entre otras cosas:

(…) pero aún me falta saber por qué querías arder.

Esta duda, además de mirar al adversario electrónico con cierta ternura luego de que se ha retorcido frente a nuestros ojos telemáticos, plantea muy bien el conflicto; ¿por qué ese de ahí se abalanza sobre mí con furia asesina, qué le mueve para odiarme, por qué deberé destrozarlo? ¿Qué sentido tiene todo esto?

II.- MUDs, MMORPGs y las ganas de matar
Janet Murray en su libro Hamlet en la holocubierta: el futuro de la narrativa en el ciberespacio acuñó el término ciberdrama. Según Murray, las computadoras establecen una relación con el espacio desde una nueva perspectiva, pues sus herramientas son la gran mayoría representacionales. Eso las hace cercanas al teatro, con características particulares como la inmersión, la transformación y la actuación, condiciones que, si bien deben ser combinadas de manera precisa en una obra ciberdramática para que esta lo sea, están presentes en lo virtual. Sin embargo, la autora enfatiza que no es lo mismo ser, por ejemplo, un personaje con ciertas libertades dentro del entorno digital en el cual está inmerso, a configurar las condiciones para que la propuesta funcione como un todo. En este sentido, Murray habla de niveles distintos de autoría; uno puede participar y modificar el espacio según un cierto trazo que está predeterminado por una suerte de dramaturgo que genera un código complejo y domina su estructura. El personaje inmerso puede generar acciones, pero nunca podrá modificar el entero con su participación. Se trata de un actor que sigue un trazo según un esquema predeterminado. El dramaturgo invisibilizado es el creador de código y el código en sí mismo la ley. Los personajes son actores de esta ley, como representantes de un juego pirandelliano, que tan sólo pueden intentar dominar su identidad como si en verdad tuvieran la voluntad de ser lo que quieren ser. Nada muy distinto de lo que pasa en lo que todavía llamamos el mundo real; una regulación colectiva de tensiones, normas que determinan y limitan nuestros movimientos, control de lo anecdótico y de los desenlaces. Es decir; el lectoautor se manifiesta, toma parte en una trama que está hecha para ser modificada hasta que el autor del código lo requiera. Por supuesto, esto no hace que en esencia las historias se cuenten de una manera radicalmente distinta de cómo eran contadas. Incluso Janet Murray sugiere que la mejor forma de generar estructuras narrativas en los ciberdramas será la misma gráfica aristotélica de antaño.



  Sin embargo la palabra ciberdrama se ha extendido al terreno de los juegos multiparticipativos que comenzaron en los llamados MUDs (Multi User Dungeon) operados a través de la red en los que el usuario asume una trama que va develando con su recorrido. En ellos el personaje adquiere una personalidad que se desarrolla y refuerza a lo largo de su estancia, capaz de entablar diálogos con otros personajes por medio del chat y acumulando objetos que complementen su carácter. Si bien estos juegos no presentan tramas demasiado complejas, restringiéndose a la dominación del territorio o la configuración de batallas colectivas entre bandos, la cantidad de opciones ha aumentado con el tiempo, junto con la evolución de las plataformas. Y la evolución de los MUDs ha derivado hacia los MMORPGs (Massively Multiplayer Online Role-Playing Game) que se desarrollan ya en ambientes 3D en los que pueden estar conectados al mismo tiempo miles de usuarios, y que a la vez dieron pie a los llamados metaversos, entornos sociales que combinan el juego de rol con la interacción y la creación de comunidades y espacios habitables, como por ejemplo el conocido Second Life. Cualquiera con una cuenta puede construir ambientes en ellos e incluso comprar objetos, pases para acceder a sitios y toda una reproducción de los métodos de intercambio de mercado, pero representados como el cumplimiento de deseos extremos.



Maurice Blanchot dice acerca de la imaginación que ésta, más allá de suplir la ausencia del objeto, busca la negación de la totalidad en la comprensión de que la existencia de una representación alterna implica la puesta en entredicho de lo que llamamos realidad. Es la inversión del  mundo en su conjunto, pues si es cierto que la vida puede ser vivida y resistida por medio de su intervención, el mundo de la presencia no lo es todo. Ese es, en todo caso, el papel de la literatura y también el de cualquier producción cultural que ejerza los poderes de la imaginación para entender lo aparentemente “verdadero”. Por supuesto, así como un problema de personalidad apenas hace de Alonso Quijano un ingenioso hidalgo combatiente de cacharros, un jugador de videojuegos no podrá completar ni un par de pases de karate, si no aprende concretamente cómo realizarlos. Por eso lo que está en juego no son las quimeras de bienestar ilusorio de seres que sólo pueden ejercer su volición detrás de un monitor, tanto como lo que les subyace en los términos de su deseo. Un deseo que requeriría de estímulos mucho más contundentes para hacerse realidad que una mera simulación electrónica, como condiciones políticas complejas, hostigamiento social, corrupción de Estado y ruptura de los lazos comunitarios. Y si es que los adolescentes necesitan simular que descuartizan al otro, probablemente habría que revisar la naturaleza de ese otro, a quién representa, qué razones existen para que una justicia personal conciba que éste debe dejar de existir, aunque sea de manera simulada. ¿No es lo que el mismo Dostoievski revela, por ejemplo, a través de su personaje Raskolnikov, sobre las razones complejas de su elección al asesinar a la usurera?


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