jueves, 15 de diciembre de 2011

Los ojos se perdieron entre entremeses de jitomatitos cherry

María González de Castilla Gómez

Hay quienes afirman que todos los humanos tenemos algo en común que trasciende cualquier diferencia que pudiera separarnos. Un origen común y el mismo destino, un solo corazón y la misma energía, algo que nos hermana. En esta ciudad voraz, sin embargo, parece que hemos desarrollado una especie de teflón que hace que la empatía se nos resbale. Tal vez en defensa personal por no soportar la violencia. Sí, la violencia “oficial” de la que hablan los medios, pero también la violencia estructural, la que no sale en la tele, la que está siempre ahí instalada en los rincones, debajo de las camas, que sale de las alcantarillas y se enreda en los tubos del metro, que llena todos los espacios que están entre tú y yo.


            Así, la cotidianidad se nos escurre entre los dedos sin que sepamos quiénes son nuestros vecinos. De repente resulta que se nos han ido 10 años más entre bombas mediáticas que nos distraen de lo que pasa en la calle, en la esquina, en la casa de al lado. Nos hemos vuelto expertos en no mirarnos, en no reconocernos. Nos volcamos entonces hacía nosotros mismos, miramos pa´dentro. Pero, ¿cómo podemos mirarnos el alma si nuestros ojos miran pa´dentro? ¿Cómo hacer para entendernos?

            En esta cotidianidad trepidante llena de actividad, hace poco más de un mes, se proyectó en la Cineteca Nacional el documental Chile o tomate… un testimonio visual del trabajo infantil agrícola en México. Un video documental que no alcanza a atisbar siquiera la complejidad de la problemática. Un documental que ha sido realizado para “hacer conciencia” de la “gravedad” de la situación de los niños migrantes jornaleros, de “los olvidados”, los “abandonados”, los “invisibles”. La complejidad no sólo en términos de la comprensión racional de la realidad, sino desde el sentido de empatía que hemos ya perdido.


            El documental habla más de quien lo produce y para qué. Por lo que, al mirarlo sugiero que seamos conscientes de la perspectiva desde donde se mira, de la limitación de nuestra propia visión toda vez que somos parte de un colectivo urbano occidental. No pretendo sugerir que para comprender debemos irnos todos a los campos jornaleros para que así podamos espejearnos en los ojos de los niños. Tampoco sugiero que dejemos de mirarlos porque no podremos entenderlos ni resolver los problemas. Sin embargo, parece que no se es plenamente consciente de lo peligroso que es abordar una problemática tan delicada como la del trabajo infantil y de la migración agrícola desde una perspectiva sólo académica, sólo racional y teórica, sólo desde una lógica occidental de derechos humanos y sólo desde las instituciones, desde la urbanidad, desde nuestro propio contexto feroz. Sacándonos a nosotros mismos del rompecabezas, como si no fuéramos parte también de este mundo. Como si no hubiéramos compartido espacio y tiempo con ellos, o como si ese tiempo y espacio compartidos no formaran ya parte de nosotros y nosotros de ellos, por breve y efímero que pareciera nuestro encuentro.


            Al no relacionarnos con ellos, se evidencia la parcialidad con la que se aborda esta problemática, la ceguera e insensibilidad con la que está planteado el tema del trabajo infantil, la irresponsabilidad con que se muestran los ojos, las caras, las manos y los cuerpos de los niños, sus nombres y los campos donde trabajan mientras hablan de cómo ellos y sus familias cultivan marihuana y amapola, aparentemente sin tomar en cuenta el contexto de guerra en el que estamos inmersos; la irresponsabilidad con la que fuimos, entramos, chupamos la información que quisimos y necesitamos para luego volar como vampiros, y seguimos viviendo.

            Todo lo anterior se resuelve en la exaltación de las personas involucradas, de su “interés” y “compromiso”. Lo más visible es cómo se les aplaude. Las luces que brillan sobre ellos y sus instituciones deslumbran, dejando en segundo término la conciencia de la realidad que se expuso en el documental y que es objeto de los programas gubernamentales, de las investigaciones académicas, etcétera.

            Fue una velada por demás agradable y placentera en la que se disfrutó de un documental que dio pie a que todos habláramos de nuestro profundo compromiso social, de lo preocupados que estamos por los niños de nuestro país, mientras tomamos vino (lo cual hizo que el volumen de nuestras trascendentes conversaciones con importantes personajes de las instituciones artísticas, gubernamentales y académicas fuera en aumento para opacar al trío de la Huasteca Hidalguense que amenizaba el evento). Comimos ricas brochetas (muy mexicanas) hechas con quesito panela, nopalitos y jitomatitos cherry de los que cosechan los niños jornaleros cuyas caras y nombres vimos y oímos hablando de su trabajo apenas minutos antes. Vimos sus casas, sus cuartos, sus manos de ancianos.


            Ellos no saben quiénes somos. No saben qué queremos ni para qué usamos sus imágenes, sus caras, sus voces y sus jitomatitos. Ellos confían y nos hablan. Nos cuentan su vida, sus gozos y sus dolores, nos comparten la palabra en la mesa y el pan en la boca. Nos comparten sus intimidades, nos dejan entrar y llevarnos información. Y nosotros nos dejamos hurgar las almas por los ojos.

            Pero eso no se ve en el documental. Eso no está en los números, ni en las imágenes, ni en la Cineteca Nacional, ni en SEDESOL, ni en la OIT. Tampoco tienen relación alguna con nuestra cotidianidad acelerada ni con nuestro trajín de vida ni con nuestra acción concreta. No con lo que escribimos, no con lo que leemos, ni con lo que comemos, excepto en una cosa, y es que el origen y el destino son iguales y que, en lo que hay en medio, todos estamos tratando de sobrevivir.


            Para poder mirarse uno mismo se necesita tener el valor de asomarse a los ojos de los otros para ver el reflejo propio. Es evidente que el documental no nos mira de regreso, que en él no nos vemos como desnudos frente al espejo, en parte porque no nos atrevemos y porque preferimos siempre ser el ojo escrutador de la desnudez (literal y figurada) de los demás. Tanto mejor si por ello obtenemos reconocimiento público en círculos importantes.

1 comentario:

  1. Maravilloso texto...
    lo copio en mi facebook y en el del Taller de Cine para un Espectador Crítico
    Un abrazo!!
    (textoscruz2013@gmail.com)

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