lunes, 5 de diciembre de 2011

Melancholia

Juan Pablo Cortés

“¿Estamos solos en el Universo?” Le preguntan a Lars Von Trier, él contesta: “Lo estamos, pero nadie se quiere dar cuenta. Todos quieren seguir buscando los límites y volar a donde sea. ¡Olvídenlo! Mejor miren adentro.” Palabras claras y sin opción de interpretación, a propósito de una Melancholía que no pretende contagiar nada más que desasosiego ante el fin del mundo: “el caos reina” nuevamente, como en su Anticristo (2008).


       La última película del cineasta danés nos habla de Justine, una joven que durante su banquete de bodas se dedica a deshacer la vida de quienes tiene enfrente. Sólo se salvan aquellos que ya están lejos de sentir amor por ella, pues saben que está enferma de algo muy contagioso: la melancolía. Y todo esto a la víspera de que un planeta colisione con la tierra. 

      Esta anécdota alcanza y sobra para las intenciones de Lars Von Trier, que no son ni contarnos una historia, ni plantearnos las relaciones entre los personajes en el apocalipsis (aunque tiene a un elenco de lo mejor que hay en Europa), ni tampoco convencernos de que la melancolía es una enfermedad incurable del alma que no sólo causa la desdicha interior, sino que, como un dragón, coletea y destruye lo que tiene alrededor. Simplemente desea enfilarse hacia la catástrofe, lenta y certeramente, evitándonos cualquier rastro de simpatía por Justine (Kirsten Dunst), su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg), o la humanidad. No exhibe, a diferencia del cine apocalíptico que ha surgido en los últimos quince años, ningún valor humano que rebata, al destino o a Dios, el derecho de nuestra especie a sobrevivir. No hay momentos de sacrificio ni de resistencia, nada. Sólo la desesperación, en caso de Claire, y aceptación, en caso de Justine, quien mientras más cerca está del final, más reconfortada se encuentra. Es melancólica: todo le duele, nada tiene que perder.

       Como en todo el cine de Von Trier, sus heroínas (llámense Medea, Bess, Selma, Grace) no hacen sino correr hacia la tragedia y fundirse en ella, que es lo que más anhelan; o sea, desaparecer de este mundo a través del sacrificio o la venganza. Lo mismo da.

    Y es que este planeta parece ser demasiado pequeño para las creaciones del autonombrado “Mejor cineasta del mundo.” Von Trier, que ha logrado los mayores reconocimientos por su obra y sus manifiestos artísticos, que vistos a la distancia parecen bromas de un humor torcido y sofisticado, como aquél Dogma 95 que puso a filmar mal y a la mala a medio planeta, y al final ¿para qué? ¿Dónde están esas obras que pretendían reinventar al cine?


       Pero la llamarada estaba iniciada; con sus palabras y con su cine por igual, Lars Von Trier se ha dedicado a incendiar los festivales vendiéndose como una marca distintiva; su cine como provocación, su cine como revolución. Lo ha hecho con convicción, ganando prestigio, ganando dinero, aunque tal vez nada de eso le importe. Sólo incendiar y ver todo arder, incluso él.

       El acontecimiento que marcará para la historia el pasado festival de Cannes no fue un puñado de sobresalientes películas, sino más bien una serie de dichos desafortunados, en supuesta clave de humor danés, sobre la simpatía de Von Trier hacia Hitler. Semejante impertinencia le valió ser proscrito del festival que lo forjó, y así es como finalmente sale a la luz el meollo de su discurso verbal y fílmico: la inmadurez.

    Genio por encima de todo, pero genio inmaduro, marrullero y torturado como es torturada la adolescencia, en la que si careces de una figura de autoridad, te la inventas tan sólo para rebelarte contra ella. Eso ha hecho Lars Von Trier, con su vida (por desgracia) y con su cine (para fortuna de quienes le hemos admirado), rebelarse frente a la nada y dejar cantidad de inolvidables momentos en la pantalla y vergonzosos incidentes fuera de ella. Es su vida y es su cine, y ambas las ha vendido como una sola cosa; por eso Melancholía no sólo es la película sino el incidente que la persigue. No son nada más esas imágenes bellas, prestadas y deshumanizadas a partir del trabajo de la fotógrafa holandesa Ellen Kooi. No es el preludio de Tristán e Isolda, de Wagner, ni la merecidamente premiada interpretación de Kirsten Dunst, ni aun la despulida sintaxis de Trier. Melancholía es un performance, un acto total, un film de grandes dimensiones que  acaba por cerrarse en sí mismo, tal como aconseja Von Trier, tal como hace un adolescente.


       Pero uno tiene que crecer, o al menos pretenderlo, tan sólo para deshacerse del hedor a imposibles amores e imposibles destinos que es la adolescencia. Y miente quien dice que esa es la época dorada de los ideales, que es ahí donde la personalidad se forja. La adolescencia es la indefinición por definición. El genio que acompaña a Lars von Trier le ha pedido a gritos que madure, pero este prefiere refocilarse en sus fobias tan conocidas y públicamente promovidas para incrementar su leyenda, hacerla tan grande sólo para volarla en pedazos como sus personajes, como su universo cinematográfico. Él mismo cuenta que cuando Thomas Vinterberg, su colega y cómplice, vio el corte final de Melancholia volteó a verlo y le preguntó: “¿Cómo vas a hacer una película después de esta?”.

      Volar su propia estatua es su obra maestra indudable, y el juramento de no volver a hablar en público es también la muerte de su palabra y por ende la muerte de su continuidad cinematográfica. Sin embargo, la verdadera tragedia de la adolescencia es que nadie te cree, y tú mismo acabas por no tomarte en serio.

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