martes, 3 de abril de 2012

Nostalgia Caligráfica

María González de Castilla Gómez


Hoy conocí la "Papelería Montserrat". Sí, hoy es 2012, el último día que ese lugar tuvo sus puertas abiertas al público y artículos a la venta, fue en 1997; pero parece estar exactamente igual que el día que cerró, exceptuando la capa de polvo que cubre los objetos que en ella habitan. Entonces, las cosas más nuevas que hay, tienen quince años; más o menos los mismos años que hace que yo escribía con letra manuscrita.  Había olvidado qué complicado y qué lindo es trazar rizos y oleajes picados sobre la blancura del papel.


La letra manuscrita está en vías de extinción. En vías de extinción escribir las palabras completas en un solo trazo para luego hacer volar la pluma sobre ellas, como si fuera un pájaro que se posa sólo por un momento para marcar los puntitos sobre las íes, las rayas veloces sobre las tés.


En la Papelería Montserrat hay un teléfono de disco, igual al que había en mi casa cuando yo era niña. Recuerdo el sonido del disco girando, las manos hábiles de mi mamá marcando los números, el cable retorcido como la espiral de un cuaderno que podía estirarse; el auricular que se detenía fácilmente entre la oreja y el hombro mientras se ocupaban las manos en otra cosa (como escribir algún recado con manuscrita).


Yo creo que en ese tiempo todavía no se inventaba, como el speed dial, la prisa; porque para marcar los 8 dígitos que se usaban, uno tardaba casi tanto como lo que hoy tardamos en hacer una llamada completa. Hoy hay tantos números de teléfono que, cuando pocos dígitos, marcamos diez.

La Papelería Montserrat fue la primera que hubo en el barrio de la colonia Xotepingo, en Coyoacán. La atendían las hijas de la mismísima Montserrat, de una familia catalana que vino a dar a México huyendo de la guerra. Vendían infinidad de cosas: cuadernos de todo tipo, libros de contabilidad (de cuando la contabilidad también era manuscrita); sobres con bordes de franjas rojas y verdes (o azules y rojas), para mandar cartas por correo aéreo, con timbres. Cartas que tardaban días o semanas en llegar a su destino mientras la vida transcurría. Hoy dejamos de poner atención al transcurso de la vida porque vivimos para enviar y recibir mensajes instantáneos.


Cuando no existían postits de banderitas, para señalar alguna página en un libro, se usaban unos clips metálicos (que por cierto no eran desechables) forrados por unas micas de colores. Se los podía comprar empacados en cajitas de cartón (que tampoco eran desechables). También se vendían monografías en blanco y negro del sistema óseo con dibujos que parecen estar hechos a mano (todavía no existían monografías a color). Estampas con la información esencial que en primaria y secundaria debía saberse acerca de las criptógamas y las fanerógamas; acomodadas en cajoncitos de madera hechos a la medida de las estampas.

En los estantes también se siente la historia cotidiana del barrio acomodada en cajitas de cartón, junto a las esferas de unicel para hacer maquetas del sistema solar, y la memoria colectiva de 20 centavos; la memoria de una familia en el exilio. Historias de amores en peligro de extinción, de dolores pasados que explican el presente y que nos acarician el futuro, un futuro colectivo que poco a poco olvida lo que era “arrastrar el lápiz”, que olvida lo que vale hacer las cosas con calma.

El tiempo en ese lugar parece haberse congelado resistiendo a los embates de la modernidad. No sin la ayuda de su guardián, el que fue marido de Montserrat, quien atesora el lugar y los objetos que contiene como si fueran lo único que queda de su matrimonio.

Y se entiende, uno quisiera que el lugar se quedara así, honrando la cotidianidad preciada que alguna vez pasamos por alto, la que dimos por hecho que siempre sería, hasta que de repente nos damos cuenta que se ha esfumado y la hemos perdido. Hemos perdido pausas, hemos perdido nostalgias, instantes que parecían insignificantes, pero que sumados construían comunidad. Instantes para detenerse a mirar a la muchacha linda que atendía la papelería y saber su nombre.

¿Cuánto resistirá la Papelería Montserrat vs. La Modernidad Voraz? ¿Se irá todo a la basura junto con las olas manuscritas y sus gaviotas de acentuar? ¿Será que olvidaremos cómo se escribe a mano? ¿Qué pasará con el vínculo que existe entre nuestro corazón imperfecto y los textos que producimos?

 Isidro Ferrer

            Yo quisiera que la caligrafía manuscrita no se extinguiera.


2 comentarios:

  1. Las papelerías, los viejos teléfonos de disco, la caligrafía... ¡Cuántos recuerdos; ¡Cuántas imágenes! Mi corazón temblando mientras la hija del dueño de la papelería buscaba las monografías, y que el solo verla me hacía el día... ¡Qué viaje me ha llevado a hacer esta linda crónica hilada con tal dedicación y sentimiento que me supo a la lectura de una carta manuscrita...! Yo desde que he vuelto a escribir a mano, y a mandar cartas, siento que algo en mi vida ha cambiado.
    ¡Gracias María, por este viaje!
    Juan Pablo Cortés

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