lunes, 6 de agosto de 2012

Brevísimo elogio de las ruinas


  César Cortés Vega


Observo ahora tres planos delante de mí.

1.- El primero es el más cercano, lugar en el que escribo esto: un espacio acogedor en el cual he adquirido una posición privilegiada, como si estuviese hecho tan sólo para mí. Ha bastado para ello colarme en la estructura del ocio, tan bien ponderado en estas épocas, y comprar cualquier cosa para hacer uso de una terraza frente a una de las glorietas más significativas en la Ciudad de México. Soy un ciudadano más, que clasifica su operatividad orgánica en escapes negociados con el mercado global. Y podría estar intercambiando abiertamente gestos simbólicos con un grupo de gentes, realizando sumas en papel reticulado o incluso elaborando estrategias para adquirir insignias de poder sin mancharme de sudor la frente y las axilas, como hace todo ciudadano que se respete. Y no. Tan sólo especulo y vierto ideas en un texto electrónico, con los pies posados en una mesa y mi lap en el regazo, en tanto escucho música y veo pasar a cientos de gentes:

Ellos chocan sus autos en frente nuestro / y esperan la atención de todos siempre / y yo acá / sangrando vas / el héroe y la muerte está / brillando en la arena.


Todo tan concreto como mi vagabundeo, pues está hecho a su justa medida. Y a pesar de ser tratado como un importante usuario estándar, tengo claro que en realidad estoy posado sobre una especie de palacio montado sobre un cierto tipo de destrucción, ruinas una y otra vez vueltas a levantar como en un juego de video. Acá, justo gracias a que no se percibe, ronda la destrucción y la muerte, y yo desarrollo mis obsesiones en medio de una sucesión invisible de desastres, cada uno de los cuales ha contribuido para que esta aparente calma parezca hecha de sí misma, emulación de paz y buena onda. Lo contemporáneo se configura por una especie de orgullo displicente; yo estoy acá y formo parte de manera natural. Poseo esta indolencia gracias a que siendo indiferente, se me diferencia por defecto. Si asistimos en las ciudades transmodernas (para no hacer uso de aquel otro término, cada vez más en desuso gracias a su hiperdeterminación) al escamoteo semiótico de las clases, a su disgregación o multiplicación fragmentaria por medio de la filiación del ciudadano al cálculo de la vida a través de los mil fetiches mercadológicos, en la emoción neurótica del futuro y la imitación de la moda y sus posibilidades, eso por supuesto no apunta a ningún tipo de unificación. Aludiendo a Hardt y a Negri en su ya clásico ensayo Imperio, los Estados-Nación son cada vez menos responsables de lo que pasa en lo local y, si existe aún hoy una moralidad que sigue reivindicando un territorio definido vinculado a la identidad patriótica, el nuevo orden mundial configurado por el Imperio es el que influye para que por ejemplo yo, ilustre desconocido, pueda sentirse participando e incluido a pesar de comportarse como un patán. Mi displicencia indica, sí, mi presentimiento del desastre, pero también mi acomodo en estas ruinas que ya no se ven –no como en el caso de aquella localidad provinciana ideada por Ibargüengoitia: Cuévano, con su milagroso Cristo Prieto del Reventón, que si bien contrapunteaba a la ciudad moderna de mediados del siglo XX, aludía a la destrucción evidente que ésta había provocado en sus personajes–. La aparente perfección actual, su limpieza de catálogo, no puede sino hacer pensar en aquella transparencia del mal de la que hablara Baudrillard como recomposición de los viejos sistemas fascistas por medio de la purificación minimalista de las formas, en las que la evidencia del desastre sería ocultada, invisibilizada para simular el “bien”.

II.- La segunda imagen la tengo frente a mí. Es el paisaje que observo a través del ventanal de la terraza, pues la glorieta en la que me encuentro es la del monumento a Cristóbal Colón en la avenida Reforma. Y hoy el masacote de piedra y metal parece recién hecho, como si acabaran de terminar las esculturas ayer y Cristóbal el vilipendiado –en términos contemporáneos podría decirse que el poder colonial no sólo le robó el nombre, sino que sigue ocultándose tras la hiperidentificación de personajes atascados en la memoria colectiva– fuese un comensal más, con su manocaida, su peinado hipster y en pleno uso de sus facultades mentales para abrirse de par en par al exterminio. Las figuras a sus pies (Pedro de Gante, de las Casas, Pérez de Marchena y Diego de Deza) parecen de plástico, negras y pulcras, los gestos dramáticos que podrían ser también los de galanes de telenovela en pleno arrobamiento genealógico. Muy parecido en realidad al primer caso; la terraza que me acoge limpita y con azulejos de imitación tradicional, salvo porque mientras que este espacio carece de vínculo con mi memoria, es decir, de un disparador real del que pueda yo asirme para reconstruir mi propia historia, frente al monumento hay en mi recuerdo una serie de imágenes encadenadas. Alguna vez vi en una marcha cómo algunos gamberrazos se trepaban al monumento para arrancar las cruces que portaban las figuras, y aunque sólo lograron arrancar una sola, con esa bastó para que yo voltee cada vez que paso por aquí para fijarme si la han repuesto ya. Y no, lo que me hace generar una mínima complicidad con ese recuerdo y la contingencia de la ruina, el deseo de destrucción de un orden legitimado que es, más allá del paso del tiempo, el verdadero motivo de la catástrofe. Por más que el monumento sea limpiado, esa pequeña señal prevalecerá como constatación de lo que ya no es.

Para tensar aún más esta reflexión, pienso ahora en los grabados de ruinas romanas de Piranesi y su exacerbación romántica que prefigurara el desarrollo del neoclasicismo como una imitación en el deseo de regularidad, de la corrección de la ruina. Sin embargo, no es justo pensar que su intento tan sólo se encaminó hacia la configuración del racionalismo, pues hay que recordar que sus trabajos influenciaron mucho después a los surrealistas en un sentido contrario: la creación de esa ensoñadora desolación que era lo suyo, el intento de develación de los motivos ocultos, pues la ruina se emparentaba con aquello que habría sobrado de la ejecución del deseo. Era necesario explorar el inconsciente para encontrar una configuración entre imaginaria y real, aquellos palacios de Piranesi que no habían existido jamás, pero que en el éxtasis de la evocación el artista agregaba a las edificaciones reales. Así, la mirada recorre la ruina en el intento de leer lo que ha sido antes, y eso no podrá llegar a ser del todo objetivo. Lo que sí ocurre es que mediante ese recorrido por pasajes, entradas y puentes, una historia se completa desde el conocimiento íntegro de su subjetividad. Piranesi habría sido también un historiador honesto; el que asume que la mirada al pasado llevará a sus objetos de estudio a sentirse atraídos irremediablemente por la fuerza centrípeta del presente. Las ruinas, pues, no nos son tan útiles si las concebimos como restos. Si las imaginamos como partícipes privilegiadas del presente, nos dan pistas de nuestro propio descontrol. Son como los procesadores de información en los que una cierta cantidad de energía del pensamiento reconstruye no lo que fue, sino lo que sigue siendo, y sus cauces en el ahora.

III.- La tercera imagen es algo que ya no está frente a mí, por lo cual parece ser la más siniestra, pues se trata de mero vacío. Es un recuerdo sin evidencia, por ello hecho de expiración sin constatación inmediata. Detrás del monumento a Colón había varios edificios que fueron remodelados en distintas ocasiones. Uno de ellos era el Condominio Versalles realizado por el arquitecto Mario Pani. La reestructuración que yo recuerdo, colocó vidrios reflejantes de un color azul espantoso. Probablemente esto se realizó para hacerle parecer lo que no era: una construcción actual. Alguna vez, en las mismas condiciones de flaunerismo irreflexivo, llegué al lugar, y el espacio tenía una mezcla de melancolía y estupidez. Un destello azulado lo cubría todo con unas ganas de joder que daba gusto. Señalaba lo mismo que hay ahora en el entorno, pero que es más difícil percibir mediante la observación de los objetos que lo conforman; una ruina más o menos organizada del capitalismo farsante. Antes, gracias a ello, el espacio donaba ese descuido, reflejado en una desoladora consecuencia. Desde ahí se podía entender a cabalidad el entorno. Sólo algo así podría pensarse como el verdadero paraíso; uno que se niegue a sí mismo, desierto de desamparo en el que, sin embargo, se puede sobrevivir. Una ruina que no desea serlo, que simula su trascendencia y que a la vez es, para los ojos de los hombres cabales del capitalismo en bruto, todavía pasable. El error puede verse ahí, desde una mirada lúcida que busca los restos del desastre, no ya necesariamente en los escombros, sino en las imperfecciones del sistema que señalan que eso es ya una calamidad retocada. La catástrofe sería entonces el origen de esa posibilidad, entendida como discontinuidad, divergencia, o quizá como histéresis. A grandes rasgos, este último es un concepto usado en termodinámica que implica la no regresión del suceso a su estado inicial, su evolución en términos de cambio irreversible. Un estado de suspensión que le obliga por fin a negarse a sí mismo.
           
Si bien aquella imagen de la construcción ausente frente a mí representaría ese estado irreversible, la desaparición radical de sus restos es lo que más se parece el principio de un estado de cosas que podría terminar por establecerse y que está hecho de olvido por sustitución. Contrapunteo entonces esto con unas fotografías de Chernóbil que viera hace poco, tomadas por un arriesgado aficionado2 que visitó el lugar a pesar de las prohibiciones; crudas, sin idealización alguna salvo la del documento, y por ello contundentes respecto al abandono y a la vez al florecimiento natural de lo siniestro. Sus imágenes simples nos conmueven, pues son una constatación que completa la historia como post scriptum. El vacío ahí, la muerte o la deformidad se registran por la presencia de lo que dejaron. ¿Por qué la mirada busca refugio en esos recovecos visuales, si son lugares en los que uno no podría quedarse? Quizá porque se trata del summum de este excedente que negara la posibilidad de la recuperación de presente en un gasto con rumbo a lo catastrófico. La duda que me incomoda es esta; si es posible reconocerse en espacios como ese y cómo, y qué alcance tienen nuestras máquinas simbólicas de pensamiento construidas en un contexto como tal. La única fortuna es que ahí la evidencia permanece. Y el caso es que si pasa lo contrario, si la evidencia desaparece con velocidad, ¿será posible aún construir significados complejos dentro de estas ruinas negadas de cultura tecnocrática y fuerza postcolonial, que hacen uso de estrategias nuevas para pasar desapercibidas?

Pensar en EPN ahora es inevitable, en la farsa encadenada que implica y en cómo está claro que a pesar de que han conseguido ponerlo donde ahora está, deja ver su ineptitud cada que abre la boca. Si bien parece lo peor que podría habernos pasado, se trata del estado límite en el desastre de una nación, que ya antes era evidente. Los símbolos patrios, la imaginería de nacionalismo ramplón que se sostenía a duras penas era ya una ruina y EPN la representa a la perfección.  Es decir, que su entrada no es lo peor que nos puede pasar. Lo peor sería que fuéramos invisibilizándolo con el paso del tiempo. Que esa ruina delante de nosotros pudiera finalmente no ser percibida, parecer limpieza, efectividad buena onda, espacio confortable. Y eso puede combatirse sencillamente: la creación que visibilice todos los errores posibles, como una especie de filtro que no se concentre en lo que pasa a través de él, sino en lo que no pasa, en lo que se queda sin filtrar. Padacitos, por mínimos que sean, que dejen claro que la catástrofe debe observarse como un espacio que no puede olvidar su propio desastre, que mantiene visible la inquietante ruina que es, que sigue siendo. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario