lunes, 3 de septiembre de 2012

Invisibilización sistemática del feminicidio en Chile

Ainhoa Vásquez Mejías


Debo reconocer que hasta hace poco tiempo yo fui una ferviente defensora de utilizar en Chile el término femicidio, en detrimento de feminicidio. Feminicidio me parecía exagerado. Culpar al Estado de cada asesinato de mujeres en manos de hombres por razones de misoginia o sexismo me parecía demasiado. Ilusamente, o más bien con una intensión de ver el vaso medio lleno – lo que también me hace de una u otra manera cómplice – tapé la realidad justificando en varios escritos que en Chile no teníamos feminicidio porque acá no se normalizaba ni toleraba la violencia de género por parte de la sociedad; no existía una violencia institucional sobre las familias; ni culpabilización de las víctimas; ni trato discriminatorio, autoritario y negligente por parte de las autoridades. Al contrario, aseguré en varias oportunidades que en mi país, a diferencia de otros vecinos, se esclarecían los casos y se reparaba el daño a los familiares, al menos, con compensaciones económicas o impartiendo justicia. No veía que en Chile existiera esa fractura del Estado democrático de derecho que permite la reproducción de crímenes sin límites y sin castigos que hace a otros lugares merecedores del calificativo de “feminicidio”.

            Me acuso de tratar de despolitizar el término, de excusar a las autoridades por lo que ocurre en Chile, de no ser capaz de ver que acá el Estado tiene tanta culpa como en el resto del mundo y lo que es peor, intenta sistemáticamente generar programas y políticas que lejos de producir cambios terminan por invisibilizarlo. Llevo cerca de siete años trabajando el tema y reconozco con vergüenza que recién ahora asumo que en Chile también deberíamos adoptar el término feminicidio. También acá el asesinato de mujeres es amparado por la policía y la clase dominante, dejando impune gran parte de los casos y generando una confusión generalizada en la sociedad que intenta entender esta tipología y sus definiciones, muchas veces, contradictorias.

            Fue el caso de Nicole Villablanca el que me hizo entrar en razón. Ella apenas tenía 22 años y venía saliendo de una relación de pareja marcada por la violencia física y psicológica. De la unión había nacido un único hijo que actualmente tiene un año. Nicole, a pesar de ser bastante pequeña, era consciente de que no podía permitir maltratos por parte de su novio por lo que, pasando por alto el vínculo amoroso que los unía, lo denunció varias veces ante la fiscalía, logrando que el tribunal decretara una medida de protección a favor suyo. La orden de alejamiento y el número de teléfono que carabineros le entregó para que llamara en caso de necesitar ayuda no sirvieron absolutamente de nada.         

Jorge Luis Valdivia, celoso porque Nicole estaba empezando una nueva relación con un hombre con quien pensaba viajar a Chillán, ingresó a su casa por el patio trasero y al encontrarla en el dormitorio principal la insultó. Los gritos de la mujer no fueron suficientes. Tampoco alcanzó a tomar el teléfono para denunciar a su ex novio ante la policía. La orden de alejamiento no se pudo hacer efectiva porque no había nadie que custodiara que Jorge Luis no siguiera acosándola. Luego de los gritos él la apuñaló en el tórax. Nicole murió poco tiempo después. Los vecinos, que habían alcanzado a escuchar la pelea, llegaron tarde para salvarla.

            A todas luces este caso podría ser considerado como un feminicidio. El feminicidio número veintidós del año ocurrido en Chile. Una cifra más de un crimen que pudo haberse evitado si las autoridades hubieran sido competentes, como nos han hecho creer que lo son. Bajo la apariencia de preocupación, la policía y el Estado le hicieron creer a Nicole que la ayudarían a que nada malo le ocurriera, que no permitirían que Jorge Luis se le acercara. En la justificación que dieron, con posterioridad, culpabilizaron a la familia de la víctima por no estar presente, culpabilizaron a la misma Nicole por no haber escapado o no haber ocupado el número de teléfono que le habían dado y la única inquietud real fue el hecho de que con la muerte de la mujer se perdía la posibilidad de constituir una familia con los dos padres y el niño de ambos. Las autoridades no se responsabilizaron por su negligencia ni se sintieron culpables de que la historia de esta joven hubiera terminado tan pronto.

            Y es que, incluso en este caso en que claramente se comprueba que hubo feminicidio, con un Estado cómplice que permitió el crimen, no se puede juzgar ni siquiera por las leyes que incluyen al femicidio en su tipología. Si bien, los noticieros y los periódicos lo reconocen como tal, Jorge Luis Valdivia no será penado como femicida, sino como un homicida simple, con una condena bastante baja para la magnitud de su culpa. Todo esto porque los artículos que incluyen el femicidio lo hacen sólo dentro del marco de la Ley de Parricidio, y por ende, con las mismas penas que un parricida normal. Esta modificación a la Ley, que incorporó el femicidio como término en nuestro Código Penal, que tanto revuelo causó los meses antes de su publicación oficial en diciembre del año 2010 y de la que tanto el presidente como sus cercanos se enorgullecen, no es más que un intento desesperado, por parte del gobierno, de hacerle creer a la ciudadanía que la autoridad protege a las víctimas de estos delitos cuando lo que realmente hace es seguir invibilizándolos sistemáticamente.

La famosa y polémica tipología, de la que nos jactamos por ser uno de los pocos países en incluirla, no es más que una respuesta populista a un problema serio. Se pena como “femicidio”, así, sólo al agresor que tiene o ha tenido un vínculo legal de pareja con la víctima, lo que se describe de la siguiente manera: “el hombre que, conociendo las relaciones que los ligan, mate a una mujer que es o ha sido su cónyuge o su conviviente, cometerá el delito de femicidio” (Ley 20.480). De esta forma, se pretende castigar sólo los femicidios de pareja íntima (con la misma pena de un parricidio normal), sin considerar otro tipo de asesinatos a mujeres, tanto de cercanos como amigos, novios, padres, hermanos, como por desconocidos.

Baste recordar el espeluznante caso de lo ocurrido en el norte de Chile, en la localidad de Alto Hospicio entre los años 1999 y 2001 en que el Estado acusó a las niñas, que para ese entonces ya estaban muertas, de buscar salidas a su pobreza en la prostitución, de abandono de hogar y de estar involucradas en asuntos de drogas. De la misma manera, se culpabilizó a las familias por su condición social, estigmatizándolas simplemente por el hecho de no tener recursos económicos. Cuando los familiares intentaron obtener respuestas contundentes por parte de las autoridades, la policía aseguró haberlas visto en burdeles de Bolivia, se negaron a llevar un ministro en visita que diera luces acerca de la desaparición de las niñas, y se mantuvo todo el procedimiento (inexistente, por cierto) bajo un estricto “secreto de sumario”. Posteriormente, se atrapó a un supuesto culpable del que, hasta el día de hoy, se duda haya participado en los hechos que terminaron con la vida de al menos siete mujeres que fueron arrojadas a piques mineros. También este fue un claro episodio de “feminicidio” que ni siquiera podría ser penado como tal hoy que existe la tipología.

            De esta manera, lo que la ley chilena pretende en última instancia, no es proteger a la mujer en cuanto ser humano, sino sólo a aquellas que tienen calidad de “madres” y, por lo tanto, son parte de una institución mayor llamada “familia”. Es decir, la ley protege sólo a quienes han sido parte de un núcleo familiar al estar vinculados por el matrimonio o que, al menos, han vivido bajo el mismo techo con sus agresores. Todos los otros crímenes son calificados de homicidio, por más evidente que sea el femnicidio en cuestión.

Tanto lo ocurrido en Alto Hospicio como en el caso de Nicole Villablanca, así como en el de tantas otras que pidieron ayuda y se les hizo creer que se las darían pero terminaron siendo asesinadas por hombres en quienes ellas confiaban, no son incluidos como feminicidios. Y quizás está bien que sea así. Si la ley no soluciona nada, no aporta nada y sólo perpetúa la cadena de violencia, es momento de derribar la terminología y aceptar, de una vez por todas, tarde como yo lo estoy haciendo, que no estamos ante femicidio sino ante feminicidio, del cual el estado chileno es responsable aunque intente exculparse y, por fin, hacer que las leyes no sean sólo producto del populismo político sino una medida ante los crímenes reales.  


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